viernes, 27 de febrero de 2015

La belleza de las cosas simples











“Desde mucho tiempo atrás me jactaba de poseer todos los paisajes posibles, y me parecían irrisorias las celebridades de la pintura y de la pintura moderna.me gustaban las pinturas idiotas,los capiteles, las decoraciones, las lonas de los saltimbanquis, los rótulos, las estampas populares, la literatura pasada de moda, el latín eclesiástico, los libros eróticos sin ortografía, las novelas de nuestras abuelas, los cuentos de hadas, los libritos infantiles, las óperas antiguas, los refranes tontos, los ritmos ingenuos”.

Este pasaje de Rimbaud nos permite vislumbrar que la belleza se posa también en las cosas vulgares y mundanas. No es territorio exclusivo de las artes. Ni de los discursos que buscan alguna verdad a nombre del arte o del espíritu. Pertenece a la vida y no es colonizable ni localizable, emerge en cualquier lugar o momento.

No hay que generar un espacio aparte para hallar la belleza; de hecho, buscarla en algún lugar o en alguna práctica particular supone privarse de verla en el resto de la existencia. para encontrarla basta tenerla como destino. Se presenta en el deseo de pertenecer y ser afectado por la vida en su inmediatez, en el deseo de gozar y permanecer en el aparecer de la existencia. No es menester estar regulado por ningún afán de verdad, así sea que la belleza –aún sin ninguna pretensión cognocitiva- se las arregle para traernos experiencias de sentido, conciencia y verdad.

Nietzsche –una vez más- invitaba a ser más femeninos, a celebrar la epidermis del mundo con la convicción de que esta no disimula ni esconde nada. La apariencia no es velo sino vehículo de realidad y desconocerla a nombre de una verdad más allá quiere decir que no sabemos comportarnos como mujeres. No se trata de ignorar las grandes verdades, se trata de evitar que su búsqueda pueda anestesiarnos para lo inmediato y para entregarnos a la profundidad de la piel. Hay que entrar al jardín sin objetivo, sin dirección definida. Saberse perder en el camino, extraviarse en sus curvas y rincones, disfrutarlo en su totalidad. “la belleza se revela por sus curvas, la verdad por sus rectas” sentencia un viejo proverbio latino.

Aprender a captar lo sustancial en lo accidental –lo grande en lo pequeño, un universo en un detalle, una existencia en un gesto-, es habilidad perceptiva propia de quien sabe ser mujer. Es la belleza que aparece desapareciendo y que no busca perpetuarse ni inmovilizar el flujo de la vida, asi sea a nombre de lo artístico. Todos nos hemos conmovido hondamente con gestos sin ninguna pretensión o finalidad y, sin embargo, llenos de vida. En esas ocasiones tenemos la certeza de captar la singularidad o la profundidad de algo o alguien. En ese momento, esencia y apariencia se hacen indiscernibles.

El gesto es insignificante, está lejos de la instrumentalidad y finalidad del símbolo y sin embargo se muestra lleno de sentido. Responde al deseo de expresión de algo distinto al lenguaje funcional, huella de una pulsión en la que se condensa el impulso de vida sin ningún canon estético ni pretensión de verdad. Alma en estado de piel. El alma habita el cuerpo, o mejor, el cuerpo es alma en tanto logra un estado de musicalidad somática.

El gesto por medio del cual alguien nos deja adivinar su más honda entrega, aquella que difícilmente se logra verbalizar: la espontaneidad de una mirada; una cierta manera de caminar; de mirar sin mirar; una celebración que abre los corazones y las risas, una gran jugada que termina por reinventar el futbol; la manera como ciertas mujeres se recogen el cabello o como celebran el ritual privado y silencioso de hacerse otras en el espejo, gestos que hablan de una belleza sin legitimación ni discurso, fragmentos de una danza continua, instantes de un relato perdido.


En los Jardines de Venus/ La belleza en tres actos. Javier Gil



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